martes, 20 de octubre de 2009

El triunfo para Ferrari, la ovación para Lola



SP - 1000 Km de Buenos Aires 1972


Tantos meses de esperanza y al final, el Berta no corre ...
Unánime desilusión para todo el que esperaba los 1.000 kilómetros de Buenos Aires. Pero si bien todo el mundo leyó con tristeza los pormenores de la deserción, el caso quedó cerrado el sábado y el domingo a la mañana una multitud excepcional se aprestó a vivir la vida propia de la carrera, independientemente de la ausencia del auto de Alta Gracia.



Y los 1.000 Kilómetros se transformaron así en el primer evento brillante de esta Temporada Internacional. El público -que ahora sabe ver las carreras con mucha más autoridad- se regocijó con el trabajo estupendo de Reine Wisell, observó la fundamental actividad de los boxes, sacó sus conclusiones de la gran lucha Ferrari - Alfa Romeo y en general apreció la competencia de endurance que es y no como si fueran cinco o seis horas de autos que giran aburridamente por la pista.

La participación de los pilotos argentinos

Esta vez no fue más deficitario que en otras oportunidades el balance de la participación argentina en la carrera. Sólo un auto de tres litros para Pairetti y el resto eran autos de dos litros sin posibilidades para la clasificación final. Un mero entrenamiento (o entretenimiento) y nada más. El sábado a la mañana el "velocísimo" Bonnier ofreció sentarlo a Garcia Veiga en el Lola de Larrousse, desplazando a Chris Craft y mediante el pago de u$s 4.000. Pero en definitiva la gestión no prosperó por un aspecto reglamentario (Garcia Veiga no se hallaba inscripto en ese auto) y en honor a la verdad, pocos podían saber si el Lola justificaba la inversión. El "Nene" vió esfumarse así su última posibilidad y viendo al día siguiente aumentado más aún. Una lástima.

La deserción del Berta

Fue la gran desilusión de todos. Y no se puede hablar de mala suerte. Curiosamente advertimos que había que tener cuidado con las manifestaciones exitistas porque lo lógico era que el Berta -un coche y un motor nuevo- tuvieran problemas de experimentación. Eso era lo lógico. Lo que no es lógico es que Berta empañe toda su enorme capacidad de trabajo y su esfuerzo por actuar con falta de previsión. No estaba previsto que Di Palma podía ser rebotado en la revisación médica y que era necesario tener un piloto suplente. Gran error. Por otro lado Berta podía suponer que su motor no andaría a la perfección. ¿Por qué no tuvo preparado un chasis Berta con el motor Ford Cosworth que tiene en Alta Gracia?. No hubiera sido lo mismo que presentar un conjunto íntegramente nacional, pero era igualmente valioso. En cambio no hubo ningún Berta en la pista y 100.000 en el autódromo lo estaban esperando. Negativo.

El deplorable "affaire" con Bonnier

Jochim Bonnier es de por si un personaje antipático por su ambición comercial fuera de todo límite. Pero lo que hizo en la carrera supera lo imaginable. Enojado porque uno de sus autos fue apercibido por el director de la carrera adjunto, Rene Ferrero, por salir de boxes con luz roja, discutió con este, lo insultó y lo empujó contra el guard rail en los boxes de tal forma que al trastabillar, Ferrero cayó sobre la pista precisamente donde los coches pasan a 230 km/h poniendo ya la quinta. La inmediata ayuda de otra autoridad le permitió a Ferrero pasar otra vez al lado interno ante el estupor general de quienes presenciaron la insólita escena. Inmediatamente se redactó un informe y se procedió en consecuencia, pero la actitud de Bonnier es tan deplorable (y rozando el límite de lo homicida) que merece todo el rigor de una sanción adecuada.

La carrera día por día
Miercoles 5

Teóricamente tendría que haber sido el primer día de entrenamiento. Si bien la pista estaba totalmente y en condiciones de ser usada, con los boxes, garajes y demás partes anexas no sucedió lo mismo. Había arena, polvo y cemento que era levantado por el viento fácilmente y no era lógico que los autos de carrera -siempre tan propensos a la alergia al polvo- tuviesen contacto con tierritas y demás porquerias que posteriormente podían traer complicaciones.

Jueves 6

Fue el primer día con movimiento intensivo. Llegó el Berta LR, el patio de boxes inundado de colados (día feriado, entrada gratuita y falta de policias les hizo el campo orégano) al grito de: ¡¡Ar gen tina!! ¡¡Ar gen tina!! acompañó el desembarco del producto de Alta Gracia.

Ferrari, Abarth, Chevron, Alfa, Berta, todos trabajaron un buen rato poniendo los autos en orden de partida para la primera tanda de entrenamiento que daría comienzo a las 16 horas. Pero tampoco se pudo empezar a horario; el publico había invadido la pista y estaba sentado en los guard rails como si por ahí fuese a pasar un desfile de carrozas de primavera: "Pero si hasta se han colado con bicicleta y todo ..." nos comentaba Rene Ferrero.
Alrederor de las cinco de la tarde comenzaron a salir los autos al circuito, Alfas, Lolas, Ferraris, todos hicieron los primeros correteos por la pista. Los Abarth impresionaron muy bien, especialmente por su agilidad, las Ferrari por velocidad y ruido y los Alfa Romeo por la sensación de robustez, de objeto confiable.
Carlos Pairetti dió a bordo del Alfa sus primeras vueltas. Hizo 2m10s, un buen tiempo teniendo en cuenta que manejaba un 33/3 (Stommelen fue el mejor Alfa de la tarde con un 33/3 TT clavando 2m06s y monedas) que incluso fue mejor que el de su coequipier, el muy promocionado Nino Vaccarella.
Nasif Estefano y Jorge Ternengo no entendían nada. El Abarth que debían tripular ya tenía pilotos: Merzario, hombre suplente en el equipo que pasaba a ser titular y Spartaco Dini su coequipier. Los argentinos hasta ese entonces se quedaban de a pie.
Características del día fueron la invasión del público que cruzó la pista cuando el Berta LR se paró a la salida de la Curva de Ascari, rompió el árbol de levas y una válvula y aparecieron pedacitos metálicos por el escape. Quedaba solamente un motor ... Los mejores tiempos fueron: Regazzoni Ferrari: 2m03s93; Schenken Ferrari: 2m04s34; Ickx Ferrari: 2m05s75 (viajaron las Ferrari ¿eh?), después lo siguieron Stommelen, Elford. De dos litros el Chevron conducido por John Hine fue el mejor de todos: 2m07s95

Viernes 7. Las cosas ilógicas

De lo que pasó el viernes, nada tuvo que ver con la forma en que el domingo se planteó la carrera . Las Ferrari viajaban como locas. Los Alfa (o por lo menos el de Stommelen) estaban a la altura de sus familiares en tanto los Lola no figuraban ni "a place". Dos días más tarde, en el momento de la precisa absoluta, los Alfa Romeo no estaban en condiciones de prenderse con los Ferrari 312 P -lo mejor de la categoría hasta ahora por lo menos- y los Lola 280 mostraron una dentadura muy afilada, que a lo largo de la temporada del ´72 se va a poner de manifiesto sin duda.
Lo más importante del viernes fue el affaire Di Palma y el Berta V-8. Antes de las vueltas dadas por el Nene Garcia Veiga ya extraoficialmente Berta y Luis aseguraban que el Berta V-8 no iba a correr. Más tarde y luego de unos giros a ritmo poco veloz y con fallas evidentes el Berta se guardó con el motor en apuros.
Las Ferrari usaron gomas más duras del tipo "slicks" lisas, de un compuesto menos duradero pero más efectivo para hacer tiempos. Y así los lograron para la clasificación definitoria.

Sabado 8. Sin mejoras en lo hecho

Los pilotos salieron a clasificar el sábado con el afán expreso de bajar sus tiempos anteriores -algunos- y de ablandar progresivamente -otros- los autos que habían recibido plantas motrices noveles. Lo acumulado por Peterson - Schenken (Ferrari) el viernes no pudo ser bajado en lo efectivo, el sábado. Tampoco los otros dos Ferrari pudieron mejorar lo hecho. Regazzoni - Redman giraron una buena cantidad de vueltas y no pudieron dar "pie con bola", mientras Ickx - Andretti solo pudieron dar alguna vuelta (Ickx) porque llegaron tarde a la pista y el comisario deportivo no los dejó salir a la pista luego de una detención en boxes. Sin embargo, Peter Schetty (director deportivo) no estaba desalentado; con los tiempos del viernes podían muy bien quedarse en casa y pisar el autódromo recién el domingo para largar.
Por el lado de Alfa, tres de las unidades recibieron plantas motrices nuevas y sus pilotos se debieron limitar a hacerlas circular por todo el circuito en sutil tarea de ablande de metales.
Sin embargo, Alfa, a último momento, logró mejorar los tiempos de un auto (Elford - Marko solamente).
Pero tal vez, las dos noticias más importantes del sábado las constituyeron la desición ya confirmada por Oreste Berta de no presentar su Berta LR en la carrera; y la arremetida lograda en la pancarta clasificatoria por los dos Lola "grandes" (los T-280) a quienes todos comenzaron a tener en cuenta en los calculos para el domingo.
Los aprontes ya terminaban y lo único que quedaba esperar era la vela de armas del sábado a la noche.

Domingo 9
Y Stommelen ganó la primera frenada

Largaron los muchachos, todos muy jugaditos, muy juntitos y buscándose el agujero indicado. Así al llegar a la entrada al mixto, Peterson e Ickx venían dándose parejo con Stommelen y su Alfa en tercer lugar. "Ese" de la curva Ascari, salida, acelerada y frenaje para entrar donde Stommelen -sin duda el piloto más fuerte del equipo Autodelta- por el lado de adentro superó a ambas Ferrari y pasó por la tribunita del Ombú en primer lugar, esquiando como él sabe hacerlo. De costado, pisando a fondo y sacando la cola en todos lados. Después el montón entre un zumbido muy agudo, muy alegre y muy ensordecedor.
Pero mucho no duró la sonrisa en el box de Alfa. En la tercera vuelta Stommelen paraba con el acelerador trabado a fondo, en tanto Peterson ya desde el segundo grupo comandaba el lote seguido por Ickx, que lo superó una vuelta más tarde, Wisell, que en la largada quedó último, en la quinta vuelta era séptimo y la tribuna comenzaba a dejar parte de su corazoncito en manos del sueco. El Lola Cosworth tres litros andaba una barbaridad y poco a poco lo iba demostrando.

Ya en la décima Ickx tomó cierta luz con respecto al resto, a Regazzoni que era segundo y a Peterson tercero. Larrousse, con el mejor Lola, cuarto y trabajando muy bien tras el volante, dejando a su coequipier Wisell en quinto puesto.
Así, al cumplir la décima, y mientras Wisell trepaba, incluso hasta a despojar a Larrousse del cuarto lugar, la clasifica era esta: 1 Ickx - Andretti Ferrari 312 P
2 Regazzoni - Redman Ferrari 312 P
3 Peterson - Schenken Ferrari 312 P
4 Bonnier - Wisell Lola T 280
5 Larrousse - Craft Lola T 280


El mejor Alfa Romeo era el de De Adamich - Galli, que iba sexto, y detrás el inspiradísimo Merzario con su Fiat Abarth de dos litros, que demostró ser uno de los autos más rápidos en lo trabado. Las huestes del Ingeniero Chitti estaban flacas y las Ferrari (rivales de toda la vida) marchaban en cómodo trencito como 1 - 2 - 3 con cierta tranquilidad.
Llegada la primera hora de carrera empezaron las detenciones en boxes y ya poca idea se tenía -sin planilla oficial en mano- de quién era segundo y quién séptimo. Una larga fila india en girar constante, que es típico y monótono ritual de SP.
Llegadas las cuarenta vueltas las posiciones estaban así: 1 Ickx - Andretti Ferrari 312 P
2 Peterson - Schenken Ferrari 312 P
3 Regazzoni - Redman Ferrari 312 P
4 De Adamich - Galli Alfa Romeo 33
5 Bonnier - Wisell Lola T 280


Luego de las cuarenta vueltas siguieron las detenciones, los cambios de piloto, los abastecimientos de combustible, el óleo que comenzaba a esfumarse de a poquito. Y Peterson - Schenken otra vez tomaron la delantera sobre sus compañeros de equipo Regazzoni - Redman, en tanto Wisell, luego del reabastecimiento de nafta, siguió tras el volante del Lola por indicación de su "patrón", el bueno de Bonnier. Gracias a semejante gesto pudimos seguir admirándolo vuelta tras vuelta sorteando los mixtos y el curvón del fondo. Una verdadero León y, sin duda alguna, una revelación. Porque ... ¿quién daba un peso por Wisell y su Lola junto a Bonnier?. Larrousse - Craft (con las limitaciones del inglés) parecía ser el dúo más rápido y con más posibilidades dentro de los motorizados por Ford.

Ya Reine Wisell habia dejado su tiempo establecido en el circuito: 1m58s73/100 para la vuelta, en tanto en la suma iba en punta Peterson hasta la 60 vuelta. Allí se habían estabilizado nuevamente, pero poco después cambiarían las posiciones debido a las detenciones en boxes. 1 Peterson - Schenken Ferrari 312 P
2 Regazzoni - Redman Ferrari 312 P
3 Bonnier - Wisell Lola T 280
4 Larrousse - Craft Lola T 280 a 1 vuelta
5 Alberti - Facetti Alfa Romeo 33/3 a 1 vuelta


Los regulares comenzaban a trepar. Alberti - Facetti y Elford - Marko subían en forma insistente. Y sobre todo este binomio, lo extraño. El año pasado eran los "colitas" apareciendo de costado en todos lados y esta vez, a bordo de los Alfa, no dieron el espectáculo esperado. ¿Por que?. Misterio. No le habrán tomado la mano a los autos de tres litros.
Pero Wisell se ve que no estaba conforme con su tiempo y siguió dándole como si fuera el día del juicio final. Llegó así al 1m58s39/100 para recorrer el nuevo perimetral del autódromo. Fernandez - De Bagration con su Porsche 908/3 daban vueltas y vueltas sin arriesgar absolutamente nada, o lo que es más, andando más despacio que lo que el límite de ese auto permite. Tranquilos, muy tranquilos, mientras Ternengo - Francisci - Estéfano (agregado a último momento) con el Abarth dos litros eran los mejores y se colocaban séptimos.
Las cosas hasta las 80 vueltas así estaban:

1 Ickx - Andretti Ferrari 312 P
2 Peterson - Schenken Ferrari 312 P
3 Regazzoni - Redman Ferrari 312 P
4 De Adamich - Galli Alfa Romeo 33
5 Bonnier - Wisell Lola T 280

Por poco tiempo pudo disfrutar la punta el Lola 3 litros, exactamente a las 12.30 ingresó a boxes para cambiar piloto, cargar combustible y reemplazar neumáticos. Esa detención provocó el final de las aspiraciones grandes de la máquina amarilla. Los cinco minutos treinta y ocho segundos que perdió en esas maniobras lo dejaron tercero a dos vueltas de las Ferrari de Peterson - Schenken (conducía Peterson) y Regazzoni - Redman (conducía Regazzoni). Causante de esa larga estadía en boxes fueron las ruedas de nuevo diseño que utilizó el Lola y que estrenaba aquí. Estas tienen la llanta de fundición abulonada al disco (parte central). Por un aparente problema de recalentamiento y consecuente dilatación excesiva, la rueda no ajustaba bien en la parte de fijación central. Levantaron y bajaron dos veces el auto, ajustaron y aflojaron otras tantas la mariposa de tres rayos. Finalmente, en lugar de subir Bonnier como reemplazante, tomó el mando Larrousse por ser este mucho más veloz, y como integrante del equipo pudo efectuar el cambiazo. Y salió a recuperar el tiempo perdido.

En la 90 vuelta las posiciones estaban así: 1 Peterson - Schenken Ferrari 312 P
2 Regazzoni - Redman Ferrari 312 P
3 Bonnier - Wisell Lola T 280
4 Alberti - Facetti Alfa Romeo
5 Elford - Marko Alfa Romeo


Estaba bastante claro que con el atraso del Lola, y con dos Ferrari en la punta, casi todo estaba dicho hasta el final de la charla. Por detrás del lote de frente, el Porsche 908/3 de Fernandez - De Bagration aguantaba el ritmo de la lucha con su baqueteado fisico. Inmediatamente detrás del Porsche -en octavo lugar- Bosch - Bridges acomodaban su Chevron como el mejor de los pequeños autitos de dos litros a siete vueltas del puntero.
En la vuelta 100 se mantenían iguales los cinco primeros puestos, aunque la Ferrari puntera (de Schenken) había descontado una vuelta a la segunda (Redman). Más atrás, el Alfa de Vaccarella - Pairetti había escalado desde el octavo lugar hasta el sexto. El record de vuelta seguía en manos de Wisell.
Cumplida media hora más de carrera (13.15 Hs) las dos Ferrari de punta giraban en la misma vuelta (110) y aparecía en escena nuevamente, en sexto lugar, la candidata del equipo del caballito, la máquina de Ickx - Andretti. La pareja de máquinas que llevaba el liderazgo había descontado para entonces cuatro vueltas al tercero, cuarto y quinto.
Faltando poco más de una hora para finalizar la larga maratón, las posiciones de punta estaban así: 1 Peterson - Schenken Ferrari 312 P
2 Regazzoni - Redman Ferrari 312 P
3 Alberti - Facetti Alfa Romeo
4 Elford - Marko Alfa Romeo
5 Ickx - Andretti Ferrari 312 P

Corto sería el vuelo de la lastimada Ferrari de Ickx - Andretti, a los mil problemas eléctricos que sumó durante el desarrollo de la carrera, se agregó el del burro de arranque que la obligó a estar detenida nuevamente en boxes. Allí estuvieron más de veinte minutos para cambiar el cable que lleva corriente de la batería al motor de arranque. Reparada la falla, volvió a salir a la pista. En la vuelta 140 el solitario Porsche 908/3 de Fernández - De Bagration recuperaba su tren de escalada y se afianzaba en el quinto lugar. Detrás del coche alemán, el Chevron B 19 de Juncadella - Hine se postulaba como el mejor de los 2 litros.
A poco más de diez vueltas del final, Juncadella le arrebató al Porsche el quinto lugar en una magnífica actuación. Por delante de ellos todo seguía igual. Y así quedó hasta la bajada de bandera. Pairetti, con su noveno puesto y el Alfa lleno de remiendos fue el mejor local en la clasificación final.

domingo, 18 de octubre de 2009

El milagro secreto

Y Dios lo hizo morir durante cien años
y luego lo animó y le dijo:
-¿Cuánto tiempo has estado aquí?
-Un día o parte de un día, respondió.

Alcorán, II, 261.

La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.

El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.

El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.

Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola "repetición" para demostrar que el tiempo es una falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte.)

Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio -primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón- que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.

Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.

Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscándola. Se quitó las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.

Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.

Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados -alguno de uniforme desabrochado- revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...

El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.

El universo físico se detuvo.

Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro "día" pasó, antes que Hladík entendiera.

Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.

No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.

Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.

Jorge Luis Borges

sábado, 10 de octubre de 2009

El comienzo de todo

Para descubrir las primeras carreras de coches de motor, es necesario señalar que el primer auto propulsado por un motor de combustión interna se le atribuye a Siegfried Marcus, en 1875; aunque ya en 1770 Joseph Cugnot creó un auto con motor de vapor. Luego Karl Benz, a finales de 1885 (aunque en realidad era un triciclo motor) popularizó y promovió el desarrollo del automóvil. En 1891, Levassor, en colaboración con Panhard, crearon un coche con motor desarrollado por Gottlieb Daimler y August Otto, con muchos componentes de los que conocemos ahora, era un V2 (dos cilindros en V). El rápido desarrollo de los coches durante la última década del siglo XIX literalmente obligaron a poner en juego cuál de estos autos era más rápido, o simplemente el afán del ser humano por saber quién era el mejor. Así, en Francia nació la idea de crear una carrera de autos, que sería el preludio al imperio deportivo en que convertiría el dia de hoy.

22 de julio de 1894: 21 hombres se colocaron en la salida de la primera carrera de autos de la historia (tras una convocatoria del diario Le Petit Journal). Los autos, no jalados por caballos, seguros, maniobrables y económicos según las exigencias del reglamento. El reto, cubrir los 126 kilómetros que separa la capital francesa París, con Rouen. 10 de los 17 coches que culminaron la prueba que duró más de 6 horas fueron impulsados por gasolina, pero el ganador fue uno con motor de vapor: El marqués de Dion y su mecánico Georges Bouton inscribieron sus nombres como los primeros ganadores, con una media de velocidad de casi 19 km/h; aunque después éstos fueron descalificados por motivos inexplicables. Esto no mermó en nada la nueva competencia; al contrario, fue el centro de los comentarios de todo el público. El éxito de la competencia obligó a los organizadores a repetir el plato el año siguiente.

En 1895 se corre la París-Burdeos-París, teniendo como ganador a Emile Levassor tras recorrer 1178 kilómetros; pero fue nuevamente descalificado de la misma forma que el primer ganador. En Italia se corre la Turín-Asti-Turín, la primera carrera en aquellas tierras, que dio como ganador a un Daimler. Durante estos años se hicieron populares las carreras que unían ciudades, teniendo como principal del deporte motor a Francia. Paradójicamente en 1896 Levassor pierde la vida en el París-Marsella-París, que tuvo como ganador a su colaborador Panhard. En diciembre de 1898 se registra el primer tiempo oficial hecho por un automóvil: Chaseloup-Laubat en la Jeantaud de propulsión eléctrica supera ligeramente los 100 km/h en una prueba de velocidad a un kilómetro lanzado. En 1899 Camile Jenatzy en el también eléctrico Jamais Contente bate por primera vez en la historia un récord de velocidad al registrar 105.84 km/h.
En 1900, se realiza en Francia (Lyon) el Primer Campeonato Internacional de Automovilismo, llamada Copa Gordon Bennett, del que participaron 5 pilotos de cuatro países distintos. El primer ganador fue un Panhard francés. Este campeonato duró hasta 1906, donde empiezan a disputarse las carreras conocidas como Gran Premio donde aparecieron marcas tan conocidas como Renault, Fiat o Mercedes-Benz. Las competencias empiezan a profesionalizarse y los fabricantes ya ven en las carreras de autos un medio de publicidad.

27 de junio de 1906: El primer Gran Premio, se realizó entre Le Mans, La Ferté-Bernard y Saint Calais. Los autos en dos días tuvieron que recorrer 1238 kilómetros dando 12 vueltas a un circuito triangular de 104 km. El húngaro Ferenc Szisz, a bordo de un Renault fue el vencedor con un tiempo de 12 horas y 15 minutos sacándoles cuando menos 32 minutos de ventaja a los 17 pilotos (de 32) que completaron la carrera. El dominio del húngaro fue tal que desde la tercera vuelta ya lideraba la carrera.



1er circuito: Brooklands (1907)

El avance de las carreras de autos se hizo incontenible. Las ventajas publicitarias al ganar una carrera eran impresionantes. En poco tiempo también se realizarían rallies de corto, mediano y largo alcance. El primer rally-raid fue en 1906: París-Pekín cuyo ganador fue el príncipe Scipion Borghese junto con el periodista italiano Luigi Barzini luego de más de dos meses de competencia. Inglaterra no podía quedarse atrás, y en 1907 en Brooklands se construye el primer circuito permanente de la historia (un circuito oval de curvas peraltadas). El 12 de febrero de 1908 se inicia la primera carrera automovilística intercontinental (Nueva York-París). Participaron seis coches, resultando ganador el norteamericano Thomas "Flyer", que llegó a París el 30 de julio de 1908, luego de recorrer 21470 kilómetros en 169 días. Norteamérica se convirtiría en potencia automovilística poco tiempo después, cuando en 1909 se construyó el mítico circuito de Indianápolis (de 4023 metros de largo), disputándose la primera versión de las 500 Millas en 1911 dando como ganador a Ray Harroue en un Marmon Wasp de 6 cilindros a un promedio de 120 km/h.

Con el transcurso de los años las competencias fueron creciendo, los autos perfeccionando, los pilotos se hicieron cada vez más profesionales. En los años de la pre-guerra surgieron los hombres legendarios, las míticas carreras y todo el ambiente que daría pie a las competencias actuales. Pero siempre debemos tener presente los inicios, el afán del hombre de competir con un elemento hecho por él mismo: el automóvil.

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Hola bienvenido a mi blog, estaremos entreniendonos entre libros, autos, carreras y todo la pasión. Recuerde bien que....Si uno no sabe historia, no sabe nada: es como ser una hoja y no saber que forma parte del árbol.